Impertinencias sin escrúpulos en la TV basura
Nunca me gustó hacer el payaso, ni que los payasos ganen su jornal a mi costa. Quizá por eso me irrita cierta clase de periodismo basura que se hace en televisión, sobre la base de reporteros provocadores que se plantan en actos oficiales o en situaciones más o menos serias, y, bajo pretexto de una divertida y sana informalidad, impertinencia tras impertinencia, procuran dar un tono grotesco a la información.
Eso, que en el mundo rosa tiene un pasar –quien vive de dar espectáculo, con su pan se lo coma–, se extiende también, sin escrúpulos, a asuntos más serios como la cultura o la política. Rara es la tele que no dispone de un programa donde sus reporteros ponen la alcachofa, no para solicitar información, sino para el intercambio de supuestas ingeniosidades o tonterías a palo seco, siendo el objetivo real ridiculizar al entrevistado.
Siempre que me toca estar en público eludo prestarme a ese tipo de canutazos, que rara vez favorecen a alguien y sólo sirven para que el reportero se apunte haber logrado una chorrada más y que la gente pueda reírse a gusto. Ni siquiera en la etapa pionera de esa clase de programas, cuando Wyoming y su brillante equipo realizaban "Caiga quien caiga" con humor y extrema inteligencia, fulanos simpáticos como Pablo Carbonell o Sergio Pazos consiguieron arrancarme más que un saludo cortés. A veces, ni eso.
Comparados con algunos de sus epígonos en los tiempos que corren, aquellos caraduras eran exquisitos. Algunos hasta se cortaban un poco ante la gente respetable.
Ahora, quienes practican el género entran a saco sin el menor escrúpulo; y, lo que es peor, sin hacer distinciones entre lo respetable y lo otro. Por supuesto, la culpa no es suya -al fin de cuentas hacen un trabajo con el que se ganan la vida-, sino de las cadenas que se lucran con esa clase de esperpentos, del público bajuno que los disfruta y, sobre todo, de quienes se prestan indignamente, con tal de aparecer treinta segundos en la tele, a las más peregrinas idioteces.
A uno se le cae el alma a los pies cuando ve a gente en principio respetable, políticos de fuste o personalidades de las ciencias, las artes o las letras, dar cuartel en ese tipo de emboscadas groseras, deteniéndose en mitad de un acto oficial a responder, con una sonrisilla forzada y buscando desesperadamente una palabra o frase ingeniosa, a las incongruencias que plantea un entrevistador irreverente que mira a la cámara de soslayo mientras guiña un ojo al telespectador, como diciendo: a ver por dónde nos sale ahora este gilipollas.
Sobre todo tratándose de políticos, la cosa no tiene remedio.
Ahí son todos iguales, sin distinción de sexo o ideología. Hasta los más brillantes se prestan al juego al verse interpelados micrófono en mano.
Asistí a una demostración práctica el otro día, durante un acto de la Real Academia Española. Nos disponíamos a inaugurar una placa conmemorativa en la casa donde murió Cervantes. Se trataba de un acto solemne, con los académicos allí congregados, y el alcalde de Madrid, Ruiz-Gallardón, había anunciado su asistencia.
En ésas, un reportero televisivo, que llevaba un rato haciendo el gamba por los alrededores, pegó bajo la placa cervantina una foto de la presidenta de la comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, con quien el alcalde de la ciudad tiene, como sabemos, ciertas diferencias. Yo estaba entre los académicos con traje oscuro, corbata y toda la parafernalia; y como nadie intervenía, me acerqué al reportero, le pasé amistosamente un brazo por los hombros para apartarlo de la cámara, tapé con una mano la alcachofa, y le dije al oído: "Este es un acto muy serio de la Real Academia, no del alcalde. Así que, como lo envilezcas, te pego una hostia. Personalmente».
Algo desconcertado, mirando la insignia académica que yo llevaba en la solapa, el reportero inquirió, perspicaz, si lo estaba amenazando. Respondí: «Evidentemente», y volví junto a mis compañeros.
Llegó entonces el alcalde, el reportero le metió el micrófono en la boca, el alcalde pareció encantado con que hubiera periodistas divertidos y cachonzuelos que aliviasen la formalidad de aquel acto cultural, y yo, discretamente, me fui a tomar una caña. Al rato, desde el bar, vi pasar el cortejo con mis compañeros camino de la segunda parte del acto, hacia la iglesia de las Trinitarias. Delante iban la cámara, grabando, y el alcalde de charla con el reportero como si fueran compadres de toda la vida.
Y qué quieren que les diga. Pedí otra caña.
Arturo Pérez Reverte
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