Uno de los grandes misterios de la cultura occidental es el papel adjudicado a las palomas. Desde que una de ellas se posó en los montes de Armenia para informar a Noé de que el temporal había pasado y ya podían las especies del arca salir a crecer y reproducirse por esos mundos, la paloma fue adquiriendo un prestigio inmerecido hasta colocarse a la vera de Dios padre, en los dibujos de Picasso y en los poemas de Alberti. El único mérito de la paloma bíblica fue el de estar en sitio oportuno y en el momento oportuno, como hacen algunos especuladores de terrenos y ejecutivos trepadores con buena estrella. De las rentas de aquel pelotazo bíblico han vivido estirpes enteras de palomas torcaces, zuritas, bravías y tórtolas, siempre aureoladas de un inmerecido respeto. Ahora llega la época de caza y muchas de ellas caerán alcanzadas por los perdigones. Pero las peores de todas, las urbanas, se mantendrán tan campantes en los parques. Si en un momento de lucidez nos pudiéramos despojar de las ideas recibidas, caeríamos en la cuenta de que este animal tan sobrevalorado por las supersticiones es feo como él solo. La cabeza, minúscula. Los andares, inciertos. El zureo, malsonante. El vuelo timorato, sin altura ni ambición. Estas ratas de tejado se dedican a corroer aleros y a deslustrar esculturas con más perfidia que los grafiteros, con la diferencia de que ellas lo hacen a plena luz del día. En premio a sus atentados contra el Patrimonio cultural las almas caritativas les regalan migas de pan en vez ejecutarlas como parásitos causantes de desperfectos materiales y de problemas de salubridad en las zonas donde se multiplican. En muchas ciudades han decidido quitarse prejuicios y hasta los ecologistas aplauden medidas de choque adoptadas por los vecinos para quitárselas de encima. Unos las ahuyentan con el brillo de cedés colgados de los balcones, otros colocan bolsas de plástico que hacen ruido al contacto con el viento, y lo que hacen otros menos dados a las soluciones imaginativas es envenenar directamente a los bichos. En Nueva York la gente instala en las cornisas unos cables que los electrocutan: ya se sabe de lo expeditivo de la cultura yanqui en materia penal. La paloma está bien en el mundo simbólico, pero cuando escapa de él para instalarse en la realidad -e instalarse, en este caso, significa hacer sus deposiciones- es un auténtico incordio. Los excrementos de una sola paloma contienen al día entre veinte y treinta gramos de materia corrosiva. Esa cantidad multiplicada por varios miles de ejemplares al cabo de una semana da una montaña mortífera de varias toneladas. Quizá sea hora de dejarse de remilgos y declarar la guerra sin tregua a estos símbolos de la paz.
Visto en Festina Lente
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